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lunes, 14 de mayo de 2018

CÓRDOBA


Vine a Córdoba en busca de fiesta y flamenquines, y me marcho harto de lo primero y saciado de lo segundo. Aunque siempre tiene que haber un “pero…”. A pesar de ser la tierra original de los flamenquines y de haber dado cuenta de más de media docena en otros tantos locales, ninguno llegó a hacerles sombra a los que te puedes comer en L´Hospitalet. En el Bar Vera, las expertas y cordobesas manos de Elena lo bordan; y en el Bar Córdoba lo rematan. - Debe ser el agua - .

La ciudad es otro Patrimonio de la Humanidad desde 1994, distinción más que merecida por lo que en ella se conserva y por todo lo que nos ofrece. Pero a pesar de ser una ciudad, su enorme casco antiguo, prácticamente peatonal, transmite la sensación de estar caminando por un pueblo que nunca se acaba. Un laberinto de calles estrechas, retorcidas y empedradas flanqueadas por casas bajas y blancas entre las que puedes pasear hasta conseguir perderte, hasta encontrar la esencia cordobesa.

Es la heredera del califato más importante de todo Al-Andalus, durante el que fue la ciudad más floreciente, culta y poblada de Europa, con 1 millón de habitantes. Cristianos, judíos y musulmanes, con culturas y religiones diferentes, daban ejemplo de convivencia pacífica, fomentando el extraordinario desarrollo de intelectuales y artistas. Fosforito es un digno heredero de todos ellos, y la Mezquita la expresión máxima de este esplendor que, pasados más de 1000 años, sigue dejando sin palabras.

Abderramán I, tras conquistar la ciudad, compró el templo original a la iglesia católica por 100 mil dinares. Y conservando su estructura lo asimiló a la Mezquita, que fue ampliándose durante siglos hasta convertirse en la mayor del mundo tras  La Meca: 24.000m2, casi 1000 columnas, capacidad para 50 mil fieles. Pero tras la reconquista, la iglesia “cristianizó” la Mezquita construyendo en su interior una Catedral, destrozando parte de la maravilla que ya existía  e inundando el lugar con símbolos católicos.


El resultado es un híbrido único en el mundo, el monumento principal y uno de los símbolos de la ciudad. Su silueta queda perfectamente perfilada al caer la noche, siempre de la mano de su compañero el Guadalquivir.


Pero hasta el turista o el viajero más inconformista, aquel con criterio propio y algo de tiempo, el que  no va acoplado a uno de los numerosos rebaños que recorren la ciudad durante unas pocas horas, ese … podrá descubrir otros rincones de la ciudad con los que poder configurar una imagen más completa de ella.

Las Caballerizas Reales, de acceso libre, suelen estar vacías porque los elevados precios indicados en la puerta asustan al  visitante. Éste se marcha sin leer que los precios se refieren a los espectáculos ecuestres.

Manolete recibe pocas visitas en su recargado monumento. Solo le saludan sus paisanos, los más taurinos y algún curioso incansable e impertinente como yo: queda demasiado lejos del centro del centro.

Y el Cristo de los Faroles  corre la misma suerte a pesar de ser uno de los lugares más característicos de la ciudad.

Otro de los elementos distintivos de Córdoba son las flores. Éstas se encuentran en cualquier rincón, colgadas de las paredes, en todas las ventanas, de forma natural o en modo monumento.

El ejemplo más famoso es la Calleja de las Flores, un callejón sin salida con una hermosa placetilla al fondo. También es el prototipo de la estupidez humana y de enfermedad del turista, ejemplar que se empeña en entrar en los lugares más abarrotados y de fotografiarse con todo. Y tanto empeño para conseguir, seguramente, un retrato coral con 20 japoneses, 10 jubilados, medio colegio y algún guiri con sandalias y calcetines.

A pesar del peligro, yo tampoco dejé de visitar el lugar para inmortalizar el recuerdo. Lo hice a primera hora de la mañana, cuando el peligro de contagio suele ser menor. Y aun así, la foto está cortada a 1,80m del suelo, evitando el tránsito humano que oculta el resto de las macetas y del callejón.

Más  tranquilo es el barrio de San Basilio, donde  las flores y las macetas se toman tan en serio que hasta tiene un bello monumento.

La exageración andaluza toma cuerpo con la llegada de mayo, que trae un tren de fiestas largo como todo el mes. Si las flores ya eran una de las caras  inconfundibles de Córdoba, ahora éstas toman las calles por derecho. Es la Fiesta de las Cruces, celebrado el 1 de mayo, y que por simpatía, se extiende al fin de semana más cercano, alargando así una fiesta de origen religioso  que ha evolucionado a popular.

Las cruces, instaladas en plazas y lugares estratégicos, van acompañadas de su caseta correspondiente, donde la fiesta está servida en barra.


A continuación, sin tregua y solapándose incluso con la anterior, comienza la Fiesta de los Patios. Ésta se alarga durante 2 semanas, y aunque su celebración es algo menos festiva y más cultural, los bares siguen abiertos,  y el ambiente festivo se sigue palpando en el aire.

Se trata de los típicos patios de casas tradicionales, particulares en su mayoría, que abren sus puertas al público para exhibir su extraordinaria, minuciosa y colorida decoración floral basada principalmente en macetas. Una tradición que se ha ganado la consideración de Patrimonio Inmaterial de la Humanidad (2012).



Para despedirme de la ciudad me fui a ver Medina Azahara, el yacimiento arqueológico. Mejor hubiera gastado el esfuerzo en ir a ver un buen concierto de estos chavales.

Se trata de la gran ciudad-palacio construida por el califa Abderramán III en el año 936. Sus riquezas y ostentación solo duraron 70 años, cuando el lugar fue abandonado y saqueado. Expoliado durante siglos, todavía se conserva decentemente, aunque los trabajos de estudio, excavación y restauración tienen mucha faena pendiente: de lo que tienen controlado solo dejan visitar un cuarta parte, concretamente la zona superior derecha.


Tras una intensa semana, marché de Córdoba a pesar de que la fiesta continuaba. Quedaba el remate final del mes: La Feria. Para ella se reservan las dos últimas semanas de mayo, empleando un recinto ferial al que llevaban días dando forma. Sus inmensas dimensiones hacen difícil llenarlo solo con la imaginación. Así que queda pendiente regresar para dar cuenta de ella. El mayo cordobés es mucho mes para cargárselo del tirón.

Un corto recorrido por la provincia ha dado resultados variados, unas veces marcados por la meteorología y otras por las circunstancias.

Llegado a  Montoro, la visita no pasó de un recorrido por la carretera de circunvalación y  una vista panorámica desde el aparcamiento, a orillas del Guadalquivir y al pie de la ciudad. La lluvia no dio tregua. A pesar del contratiempo, la ciudad, encaramándose a un promontorio rocoso rodeado por un profundo meandro del río, ofrece una vistosa imagen. Su ubicación y sus casas, con el típico tono rojizo de la piedra local, prometen una visita agradable e interesante.

Aguilar de la Frontera, sin embargo no cumplió con las expectativas. Dándole la espalda al fomento del turismo, sus monumentos se encuentran demasiado dispersos en un amplio entramado urbano.  Destacando entre ellos por su originalidad está la Plaza Ochavada, aunque pierde todo su encanto al estar llena de coches.

Y con Almodóvar del Río llegó la sorpresa. Estando excluida de mi ruta original, la visualización de una foto me hizo cambiar los planes. Este pequeño pueblo a los pies de un empinado cerro ha sido puesto en el mapa del turismo gracias a la serie “Juego de Tronos”. En ella el impresionante castillo que corona el cerro ha sido transformado en el bastión principal de Altojardín, en la casa de la familia Tyrrell.
El Castillo de la Floresta, de origen árabe (750), sufrió una gran restauración a principios de s.XX por parte de su dueño, el Conde de Torralva, que gastó su fortuna en esta preciosidad.




Y ahora me voy a Salamanca, a jartarme de farinato, que no es ni un perro ni es un gato.



  

En una sociedad en la que todo el mundo es culpable, el único crimen es que te cojan”


Hunter S. Thompson,  “Miedo y asco en Las Vegas” - 1971


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